Esa mañana de sábado se levantó más temprano de lo habitual, más tranquilo. Sus ojos se abrieron sin esfuerzo, sin esa pesadez que el sueño suele abandonar sobre los párpados durante la noche y de la que es muy difícil desprenderse con los primeros ensordecedores ruidos de la alarma anunciando el fin del descanso. pasivamente estiró sus extremidades, como usualmente lo hacía , tratando de despertar de su letargo todas sus articulaciones. De un salto bajó de la cama y en silencio caminó hasta la sala observando todo lo que había a su alrededor. Esa mañana todas las cosas permanecían iguales, el brillo del sol traspasando sus ventanas, los objetos y sus matices, el polvo y su nitidez sobre la superficie y los lugares inertes en donde estos reposaban con sagrada solemnidad coincidían con la exactitud de la rutina de otros días anteriores pero todo, por alguna extraña razón que él ya conocía, lucía diferente.
Si, esa mañana se despertó con el deseo enérgico de hablarle y decirle que soñó con ella.
Apacible, se dispuso a preparar café como todas las mañanas, moviendo las manos con la pasividad de un anciano esperando su muerte, mientras repasaba por veintena ocasión (durante los primeros 20 minutos desde que había despertado) los rasgos característicos del sueño como si de un recuerdo se tratase.
En su sueño ella aparecía somnolienta, distraída afuera de un gran aeropuerto. Esperándolo con la paciencia de los dioses. Él de pronto aparecía a su lado, llorando y tomándole su mano. Ella inmutada empezaba a caminar entrando juntos a la casa de los aviones, al hotel de las despedidas infinitas donde duermen las esperanzas de los que sueñan con volverse a encontrar. Terminaron el proceso de check in y era tiempo que ella se separara. Los dos lloraban ahora y se abrazaban mucho y él, con lágrimas torrenciales, le confesaba cuanto la iba a extrañar y al momento exacto en que lo hacía, ella desaparecía entre la multitud. Él se apartaba del tumulto con las manos cubriendo su rostro hinchado de tanto llanto y cuando salía del aeropuerto, la encontraba de nuevo, distraída, paciente, esperando a que él le volviera a tomar de la mano y entraran de nuevo a la pista de los adioses. La despedía constantemente, siempre llorando, siempre confesándole que la extrañaría, siempre viéndola desaparecer en todas las oportunidades y a pesar que se preguntaba por qué la volvía a encontrar fuera, nunca hacía algo diferente que pudiera comprometer la continuidad de ese bucle infinito de despedidas que siempre dolía.
Hasta que en una ocasión en que le volvió a confesar cuanto la extrañaría ella por fin dijo
-no puedes extrañar algo que no se ha ido.
De pronto despertó.
El sonido del café preparado lo hizo volver en sí. Pestañeó un par de veces como si así se cerciorara que ya no estaba soñando y se dispuso a empezar su día como todos los días desde que ella partió: con una taza de café y la seguridad furtiva (ineficaz) de que ya no pensaría más en ella.
No es necesario adivinar que pasó después. No pudo resistir las ganas y le escribió. La saludó como quien saluda a una vieja amiga y con los dedos algo torpes, le soltó la bomba sin premeditaciones.
-Soñé contigo.
De pronto se vio explayandose, describiendo su sueño con lujo de detalle como nunca antes había descrito algún sueño suyo, porque, para ser sinceros, ningún sueño que haya tenido antes había sido trascendente como para poder recordarlo a la perfección. Al finalizar su escritura esperó impaciente la respuesta de su interlocutor detrás de la pantalla. Los segundos siguientes se volvieron torturadores, eternos, longevos, tan pausados que se percató del crecimiento de las uñas de los dedos que sostenían con fuerza su celular.
-¿Qué crees que signifique?
-No lo sé- mintió.
Por supuesto que lo sabía, como sabía que se mentía todos los días prometiéndose no volver a extrañarla y sin embargo, eso pasaba. En realidad ella nunca se había ido.
Porque no importaba cuantas veces lo intentaba, él desprendía de su memoria todos los recuerdos que tenía con ella y trataba de convencerse que ya había partido, que nunca más la volvería a ver y que su existencia no emergería como un fantasma dentro de las actividades rutinarias de su diario vivir. La despedía todas las mañanas, al despertar y la volvía a encontrar en lo más absurdo de su cotidianidad. En el sorbo de su café de las primeras horas del día, en la plaza dónde disfrutaban pasar la tarde, en las noches de pizza y vino que él tontamente seguía realizando más que rutina, como un ritual consagrado a los viejos ayeres que ambiguamente recordaba como momentos felices. Ahora no estaba seguro si realmente lo fue, o si todo era un sabotaje que su mente maquinaba para mantenerse alejado del dolor incongruente que reflejaba la ausencia en el silencio de la sala, en el vacío que él ya sabía del que estaba lleno.
Tenía claro el significado del sueño incluso antes de despertar y asimiló por fin que tenía que seguir viviendo con la maldición de los amores correctos en el momento equivocado. En el bucle de despedidas que a pesar que siempre dolía, era evidente que le lastimaría más percatarse que ya no la encontraría de nuevo en las puertas del aeropuerto.
Ese era su miedo. Descubriendo dentro de su catarsis que ya había aprendido a vivir con ello
-Tengo miedo de perderte por completo- escribió, en su último intento por conseguir un boleto de avión que la retorne a sus brazos (al menos en sueños).
-Nos perdimos hace mucho- dijo.
Sin conexión.
Tenía razón.
Ahora despierta todas las mañanas de diferente forma. Con el corazón más roto o con menos suturas. No lo sabe y no pretende descubrirlo. Se lava los dientes observando su reflejo, se prepara café con la misma pasividad y se sorprende una vez más ensimismado en sus sueños. Parpadea varias veces y después de tomar su café, la despide, como todas las mañanas, mientras se repite constantemente:
Aquí vamos de nuevo. Y una vez más emprende el día recordando cómo vivir con ella, sin estar a su lado.